jueves, 2 de junio de 2011

IDENTIDAD NACIONAL






 IDENTIDAD   NACIONAL










  En la invitación que recibí (hace ya tiempo) para participar en un debate televisivo en el que se mencionaban algunas cuestiones centrales, que parecen ser las siguientes: a) repasar nuestra historia y definir nuestra personalidad nacional; y b) si existe una identidad balear o si hay identidades específicas de cada isla. El planteamiento parece de carácter histórico y yo tengo poco que decir en este aspecto, máxime cuando participan destacados historiadores. Lo que me interesa enfatizar es que cualquiera que sea la respuesta (más o menos categórica de los historiadores, acerca de la existencia o no de identidad nacional) estarán utilizando un concepto determinado de ‘identidad’. Es, por tanto, clave saber cuál es el concepto que tienen de identidad, tanto los que afirman que los mallorquines tenemos identidad nacional como los que dicen que no la tenemos. Si no aclaramos qué es ‘identidad’, estaremos diciendo que tenemos (o no tenemos) algo que no sabemos qué es.

 Por otra parte, el mero relato histórico de hechos, no representa ninguna justificación para lo que ahora deberíamos hacer. Una cosa es conocer el pasado y otra pensar que esta explicación histórica nos aliviará la necesidad de decidir lo que, ahora, creemos que es lo mejor y lo que está justificado hacer. No tenemos necesidad ni de seguir el pasado, ni de apartarnos del mismo.

 Lo que parece (digo parece) evidente es que es inevitable referirse a la identidad personal. ¿Seria posible una identidad colectiva sin identidades personales? En el caso de que fuera posible me parecería monstruoso, ya que consistiría en una especie de rebaño indiferenciado en lo que respecta a sus miembros. Por tanto, lo primero es la identidad personal lo que no significa que las identidades personales se realicen, o puedan darse, al margen de la sociedad. Una posibilidad a tener en cuenta  es que la identidad personal sea un conjunto de experiencias que se refieren a alguien. Este alguien, este ‘yo’, es lo que da permanencia y consistencia a las diferentes experiencias, pensamientos, sentimientos, etc. Una de las características de la identidad personal es la continuidad del cuerpo (y voy a suponer que esto no plantea problemas) y también  la memoria. Este es un aspecto importante. ¿Cómo sé que soy el mismo que ayer? Porque me reconozco a mí mismo y porque me reconocen los demás, porque tenemos memoria. Por supuesto, esto plantea problemas que no podemos tratar aquí, como si alguien que pierde la memoria no es la misma persona o si un trasplante de cerebro (de ciertas características) hace que alguien se convierta en otra persona.

Si la identidad personal es, especialmente, una continuidad corporal y psicológica a lo largo del tiempo, la identidad personal seria una cuestión de ‘grado’. No habría una identidad fija a lo largo de toda la vida sino diversas identidades personales, hasta el punto de que se dice a veces: ‘X ha cambiado tanto que no le reconozco’. Desde esta visión de la identidad personal, se supone que cada persona puede (si hay democracia, por ejemplo) expresar sus opiniones, sus intereses, tomar ciertas decisiones que van configurando su vida, etc. Aquí aparece el problema de la identidad nacional. Si existe la ‘identidad nacional’ parece que tendría que ser una entidad colectiva (no personal como la identidad personal). Vamos a suponer que existen aunque su tipo de existencia no sea el mismo que la existencia de las entidades individuales.

El problema básico, en mi opinión, es si estas entidades colectivas (como la identidad nacional) prevalecen sobre los intereses de los ciudadanos concretos. Esto plantea un serio problema, el de la identificación de los titulares de los intereses y preferencias: o bien son las personas individuales, o bien son  los entes colectivos, como la nación, u otros animales metafísicos. También plantea el problema de la unidad moral básica, el individuo o la nación. Porque es falso suponer que nunca habrá contradicción entre los intereses de las personas concretas y el supuesto interés de este ente colectivo. Cuándo hay contradicción, ¿quién prevalece? Por cierto, el supuesto interés de la nación  siempre es expresado por personas de carne y hueso, los sacerdotes de lo políticamente correcto, o los supuestos representantes de la ‘esencia’ nacional.


Los nacionalistas y comunitaristas (aunque hay muchas precisiones que no puedo hacer en este breve comentario) tienden a responder que prevalece la nación sobre la persona, y los no nacionalistas y no comunitaristas tienden a decir que prevalece (o debe prevalecer) la persona. En este aspecto hay que decir que los planteamientos  liberales son diferentes entre sí. No tiene mucho que ver Adam Smith, Hayek, Nocizk, etc, con John Rawls por ejemplo.  Un liberal no tiene necesidad de defender el individuo egoísta de Hobbes, porque no existe un único liberalismo, como no existe un único marxismo, por ejemplo. Sin embargo, interesadamente, se suele situar todo liberalismo en el mismo saco, lo que es falso. Es tan estúpido poner a todos los liberales en el mismo saco como poner a todos los católicos, o a todos los marxistas. Y lo digo no sólo desde el punto de vista personal sino también metodológico. Lo que el ‘liberalismo igualitario’ dice, entre otras cosas, es que la unidad moral básica es el individuo, no la nación u otra entidad colectiva. Tampoco es cierto que todo liberalismo se base en la decisión individual como maximizadora de utilidades, lo que representaría al ser humano entendido como un egoísta racional, que es sólo una versión económica (entre varias) del individuo.

¿Qué es la identidad nacional o colectiva?   No es fácil saberlo pero acepto que para la existencia de una identidad personal se presupone una vida social, una comunidad, aunque esto no es lo mismo que defender una identidad colectiva como algo superior a las personas.  Basta presuponer  la existencia de ciertas relaciones sociales, narraciones e historias que las personas encuentran cuando nacen. A partir de una compleja red de interacciones, personales e institucionales, se desarrollan como seres humanos. Uno de los problemas centrales no está en negar esto, que parece evidente, sino en la valoración de este hecho social complejo.

Que existamos en un entramado de relaciones sociales, no conduce necesariamente a la afirmación de que el individuo es un producto de estas relaciones, ni tampoco que puede vivir al margen de ellas. Para que podamos hablar de identidades colectivas (en sentido comunitarista) tenemos que introducir el concepto de ‘bienes objetivos’, que estarían por encima de las preferencias de las personas.

 Esto me parece rechazable porque supone sacralizar una determinada interpretación de la historia, es decir, uniformizar a las personas en la ‘verdadera’ historia de una comunidad vinculada a ciertos bienes ‘objetivos’. Esto es típico de los nacionalistas. La sacralización de la lengua es un ejemplo. Sacralización no gratuita porque exige el sacrificio de los intereses individuales a este supuesto ‘bien objetivo’. Y ya sabemos de qué son capaces los nacionalistas con la lengua. Con perdón.
Sin embargo, es cierto que las personas necesitamos, por lo menos en general, cierto ‘agarre’, cierto referente último, ya que el completo relativismo produce ansiedad, incertidumbre y desazón, como mínimo. Hablo en términos generales. Recordemos, además, que L. Wittgestein, en su ‘On Certainty’, insistía en que la fundamentación de nuestros juegos de lenguaje resulta de nuestra práctica social y que, por ello, nuestros comportamientos y actividades reposan sobre un fondo de certeza. Dicho de otro modo, la duda es dependiente de la certeza porque no podemos vivir, ni vivimos, en la duda completa y permanente. De ahí que haya ‘verdades de sentido común’ como, por ejemplo: ‘Aquí hay una silla’, cuando la hay.


Pues bien, puestos a tener referentes últimos que están por encima de mí, me parece más aceptable tener a los Derechos Humanos que a los dioses nacionalistas. Los D.H. contemplan a la persona como tal, y no en función de su origen, raza, o su lengua. Creo que los pueblos que miran en exceso a su pasado suelen tener miedo al futuro. Esto no me parece grave si nos referimos a las personas que, a partir de cierta edad, ya no esperan demasiado de la vida. Pero me parece muy grave con relación a los jóvenes. Una cosa es conocer el pasado y otra muy diferente reverenciarlo. Hay demasiadas injusticias y miserias en todo pasado para que debamos reverenciarlo. De ahí la falsedad de aquellos que evocan el pasado como una especie de Arcadia feliz. Es un engaño. Aunque también sea un error razonar en términos exclusivamente universalistas. Como si se pudiera hablar ‘desde ningún sitio’.


 El problema central en mi opinión, es si los proyectos personales (que son fundamentales en nuestras vidas) solamente los podemos adquirir a través de valores comunitarios, entendidos como valores objetivos, o como valores dotados de una especial autoridad. Por el contrario, una actitud no comunitarista, dirá que tenemos (unos más y otros menos) la capacidad para distanciarnos –relativamente-de nuestras prácticas colectivas y poder mirarlas críticamente. Yo añadiría que todo gobierno democrático no sólo debe hacer que los niños conozcan su pasado (de la manera más objetiva posible) sino, además, darles la educación suficiente para que desarrollen una capacidad critica que evite convertirlos en ovejas de un rebaño. Ya saben de lo que hablo. Políticos, padres y maestros tienen una grave responsabilidad.

Finalmente, ¿qué es una nación? Una posibilidad es verla como un principio de identidad que relaciona a personas y tradiciones en una unidad, más o menos intensa y compleja. El problema básico será si esta unidad es uniformizadota, o no lo es. Los nacionalistas suelen ser uniformizadores hacia dentro (por ejemplo, dentro del País Vasco o de Cataluña) y diferenciadores hacia fuera (es decir, exigen máxima diferenciación hacia el resto de España). Es usual que los nacionalistas vean en la tierra algo más que un espacio físico. Consideran, usualmente, que la tierra está dotada de una personalidad y un espíritu. Así pues, la tierra proporcionaría no sólo una situación espacial sino también una identidad de carácter sacralizado. ‘La madre tierra’ y otras lindezas.

 El nacionalismo intenta descubrir (y, frecuentemente, inventar) un pasado común, estableciendo una vinculación espiritual entre  los que vivieron antes y los que viven ahora. De ahí que las emociones y los sentimientos jueguen un papel especialmente importante. Aunque hay nacionalistas xenófobos, suele ser más habitual (o así se dice) fomentar que los extranjeros o forasteros ‘se integren’, asumiendo una nueva identidad y perdiendo la originaria. Es decir, tú, forastero, renuncia a ser ‘murciano’ y esfuérzate en parecer de los nuestros, aunque nunca serás ciudadano de ‘pata negra’.

Ya que no tenemos Rh especial, la lengua es muy importante, puesto que proporciona la fundamentación de una intersubjetividad compartida. Por eso, el que no usa la lengua es un enemigo, al menos potencial. Es decir,  la lengua permite que una comunidad se reconozca como comunidad y también identifique más fácilmente a los que no son miembros de la tribu. El círculo se cierra cuando la nación exige autoridad sobre sus miembros y, como Dios, tiene la última palabra sobre las otras formas de autoridad. Por eso tiene tanta importancia  la desvirtuación de la historia, tan querida por los nacionalistas. El glorioso pasado (normalmente falseado) implica una cuidadosa selección de lo que conviene y rechazo de lo que no conviene. Siempre habrá historiadores que harán esto con placer. Especialmente los que tienen alguna ‘misión histórica’ que cumplir.

Pero la invención (relativa) de la propia historia implica también un proceso de diferenciación. Hay que seleccionar aquello que nos diferencia de los ‘no nativos’. Todo este entramado permitirá (si va bien) la aparición de una autoconciencia, la autoconciencia de ser parte de un sujeto histórico.  Por eso la identidad nacional tiene similitudes con la familia.

 Para esta tarea resultan de gran ayuda los medios de difusión y ciertos intelectuales orgánicos, protegiendo y alabando lo particular frente a lo universal y cosmopolita. Además, en medio de los cambios acelerados, propios de sociedades post-industriales, la identidad nacional daría una estabilidad y continuidad que tranquilizaría las conciencias preocupadas por las dificultades de adaptación a los cambios acelerados de nuestro mundo globalizado.

 Sin embargo, creo que la alternativa mejor (o menos mala) es aceptar la tensión civilizada entre desarrollo personal (no dirigido) y sociedad pluralista, no multicultural. Es decir, no debemos aceptar cualquier cultura, como dicen los multiculturalistas, en plano de igualdad. Al contrario, las tradiciones que no respeten los derechos humanos, no deben ser permitidas. Es importante que los ciudadanos no se dejen impresionar por el frívolo e irresponsable igualitarismo de los progres-multiculturalistas.


Sebastián Urbina.


No hay comentarios:

Publicar un comentario