Manifiesto contra la Muerte del Espíritu
Como sabe el lector atento, Álvaro Mutis (último premio Cervantes) y el editor Javier Ruiz Portella, lanzaron este manifiesto contra la profunda pérdida de sentido que conmueve a la sociedad contemporánea. Es decir, enfatizan, entre otras muchas cosas, que la vida y el sentido del hombre actual se reducen al ‘hombre fisiológico’. Trabajar, producir, consumir y divertirse con los pasatiempos que la industria cultural y los medios de comunicación producen. Nos invitan a rebelarnos contra el desvanecimiento del espíritu y la falta de horizonte que guíe nuestros pasos.
No importa las llamadas que un término, como ‘espíritu’, produzca en nosotros. Debemos tratar de clarificar su significado aunque sea mínimamente. Aquí no entenderemos ‘espíritu’ en el sentido de cosa inmaterial que pueda existir en un instante, durante un período de tiempo, o en algún lugar, como se preguntaba Kant. Pero no porque crea que es aceptable el materialismo metafísico que cree que no existen los ‘estados internos’ y que todo se reduce a conductas o estados disposicionales. En resumen, entenderemos (al menos en el contexto en que estamos hablando) por ‘muerte del espíritu’ lo que nos avisan los mencionados autores, un desvanecimiento de la espiritualidad. Suponiendo que esto sea correcto diré algunas palabras al respecto.
Es cierto que el término ‘espiritualidad’ tiene hondas raíces religiosas que hacen referencia la ‘vida del espíritu’ por oposición a la ‘vida de la carne’ queriendo significar la vida de los que sólo viven ocupados de sí mismos y de sus intereses materiales y naturales. En nuestro contexto socio-cultural no parece muy sensato centrar ‘la muerte del espíritu’ en esta dimensión religiosa dado que la religión ya no inunda nuestras vidas, como sucedía en la Edad Media. La revolución científico-técnica del siglo XVII, especialmente en el ámbito de la física (Galileo, Kepler y Newton) y el cambio filosófico (Descartes, Locke, Leibniz) provocaron nuevas concepciones del mundo, de la racionalidad y de las instituciones.
Situados en este contexto, hablamos de una espiritualidad ‘laica’ lo que no excluye a las personas religiosas. En resumen, lo que pretende decir es que la espiritualidad laica no es dependiente ni esclava de la espiritualidad religiosa. Ya no tiene sentido decir, como tal vez lo tuvo en la Edad Media, que la filosofía (o cualquier otro saber) es esclava de la teología. Pues bien, para delimitar el problema que estamos tratando utilizaré el dicho de Stuart Mill: ‘prefiero ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo feliz’. Digamos, para empezar, que la alusión de Mill al ‘cerdo feliz’ coincide con la apreciación de los autores del Manifiesto. Dicen que una característica del hombre actual es la de ser ‘hombre fisiológico’ lo que podríamos traducir por ‘hombre materialista’, al menos en el sentido práctico y no filosófico del término.
Algunas personas, aunque debería entrecomillar tal término, no sólo no se avergüenzan de vivir como ‘cerdos felices’ sino que se vanaglorian de ello. Estamos cerca del ‘hombre masa’ de Ortega y Gasset. Se trataría de un hombre sin inquietud, que se cree como todo el mundo, que no tiene ambiciones auténticas y mantiene arrogantemente su mediocridad. Pero quien mejor representa este tipo no es el patán iletrado sino el especialista. El técnico especializado que sabe de un reducido ámbito y que no le interesa nada más. Este tipo de hombre también ha sido dibujado con palabras parecidas por el lógico y filósofo finlandés George von Wright.
Si la dirección de nuestro planteamiento no es equivocada, ya tenemos los rasgos principales de los que ‘agonizan del espíritu’. Se trataría de individuos que sólo se preocupan por sus propios intereses materiales y naturales, su especialidad laboral y los entretenimientos proporcionados por las industrias de la diversión. ¿Qué es lo que falta si es que falta algo? Faltaría una cierta insatisfacción por uno mismo y por el mundo entorno. Faltaría preocupación por algo más que por la propia panza. Faltaría un proyecto vital y luchar por él. Si el hombre (y obviamente la mujer) es sólo naturaleza, ya está hecho. Los caracoles ya están hechos. No tienen proyecto vital. El ser humano está, en parte, hecho pero en parte está por hacer. Quién renuncia este quehacer vital es un ser humano empobrecido. Pero ¿vale cualquier proyecto vital? No. Mi proyecto vital, al que dedicaré mi esfuerzo, no puede ni debe violar la dignidad de los otros seres humanos.
Aquí entra en juego la dimensión relacional o social del concepto ‘persona’. La persona es un ser social pero individualizado. No es una oveja del rebaño, como en algunas visiones comunitaristas y colectivistas. Este ser social se configura y se construye en diálogo consigo mismo y con los demás. Para que este diálogo no sea absurdo y estéril debe ser racional. Libertad, dignidad, racionalidad, tres pilares básicos para hablar de ‘persona’. Aunque todo ser humano, por el hecho de serlo, tiene (nos lo hemos dado nosotros mismos) derechos básicos inviolables, no todo ser humano es ‘persona’ en el mismo sentido. Sócrates decía que una vida sin reflexión no merece la pena ser vivida. Con todo respeto para el maestro, añadiré: una vida sin ‘espíritu’ es una vida empobrecida. A lo que el ‘cerdo feliz’ responderá: ‘oing-oing’.
SEBASTIÁN URBINA TORTELLA.
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