ORDENADORES, CULTURA Y MADUREZ.
¿Es verdad que los ordenadores no son instrumentos de aprendizaje y sí lo son el maestro y el libro?
Hay aquí algunas cuestiones sobre las que vale la pena detenerse. Por ejemplo, no creo que nadie dude de la enorme importancia de los ordenadores y de la gran cantidad de información que podemos obtener, en pocos segundos, a través de diferentes servidores. Las ventajas son inmensas, pero la cuestión es si esta aparente obsesión por los ordenadores está justificada, por los supuestos benéficos efectos para la formación de los estudiantes.
Es crucial que las jóvenes generaciones aprendan el uso de las nuevas tecnologías. Esto les permite relacionarse con otros estudiantes que viven en lugares lejanos, intercambiar opiniones ‘en vivo’ con otras personas por medio de videoconferencias, compensar (al menos relativamente) las deficiencias que pueda haber en las áreas rurales, en comparación con las áreas urbanas, acceder a una gran cantidad de información y, tal vez, manejar esas tecnologías como una alternativa formativa frente a los métodos clásicos.
A pesar de la gran importancia y popularidad de los ordenadores, es dudoso que deban verse como una alternativa al maestro y los libros. A tal efecto conviene preguntarse ¿qué pretendemos al llevar a los chicos a la escuela?
Creo que nuestra obligación, como padres responsables, es que nuestros hijos aprendan el hábito del estudio. Si ya lo han aprendido en la casa de sus padres, mucho mejor. Pero si no lo han aprendido allí, tienen que aprenderlo en la escuela. ¿En qué otro sitio sino?
Aprender hábito de estudio ¿para qué? Para familiarizarse con conocimientos ordenados que, además, valgan la pena. Pero esto plantea algunos problemas. Algunas modas pedagógicas (supuestamente progresistas) dicen que los niños tienen que formarse a sí mismos. Hacer su propio ‘curriculum’. De este modo se devalúa, obviamente, la figura del maestro. Tales estupideces ya fueron denunciadas por H. Arendt. Por ejemplo, la fórmula ‘sólo se puede saber y comprender lo que uno mismo ha hecho’ es típica de tales pedagogías.
Estas fórmulas suponen, en el ámbito educativo, la sustitución del aprender por el hacer. O sea, tener experiencias como el súmmum pedagógico. De ahí a que la enseñanza sea un juego, sólo hay un paso. Incluidos los niños y el profesor. Recordemos lo que decía Miguel de Unamuno:
‘El maestro que enseña jugando, acaba jugando a enseñar. El alumno que aprende jugando acaba jugando a aprender’
Quedamos en que el niño no está maduro para seleccionar los conocimientos que valen la pena y ordenarlos, estructurarlos. Si esto es así, y a mí me parece obvio, la autoridad del profesor debe ser respetada. Entre otros motivos porque sabe más que sus alumnos. Y si no sabe más que ellos no merece estar enseñando. Dejemos, por tanto, la ridícula y peligrosa ‘autoformación de los alumnos’.
Una vez que ya estamos en este peldaño del proceso, hace falta que haya disciplina en clase. Uno de los dramas de nuestro sistema educativo es la indisciplina. Para decirlo brevemente, no es posible enseñar si no hay disciplina en el aula. Pero esto es muy difícil (especialmente en España) porque los profesores no pueden expulsar a ningún alumno de la clase ni ejercer su autoridad, porque no la tienen y porque se confunde con el autoritarismo.
De este modo, los groseros y alborotadores pueden impedir el libre y normal funcionamiento del proceso educativo. No sólo desafían y desprecian al profesor, que ya es algo inaceptable. Es que, además, impiden que los buenos estudiantes rindan todo lo que podrían en circunstancias normales. Y tienen derecho a ellas.
Es muy difícil que haya disciplina en clase si no hay buena educación. Pero ¿no son los padres los que tienen la obligación de dársela? El código civil dice, en el artículo 154,1: ‘Velar por ellos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral’. Y el 155: ‘Los hijos deben: ‘Obedecer a sus padres mientras permanezcan bajo su potestad, y respetarles siempre’.
Estas son obligaciones legales. Pero, además, hay una obligación moral. Los padres que no cumplan esta obligación son unos ‘malos padres’. Y los hijos que incumplan esta obligación moral de respetar a sus padres, son unos ‘malos hijos’.
Y con esto llegamos al mérito. La pedagogía progre, tan nefasta, sufre urticaria si hay alumnos excelentes, que destacan por encima de los demás. ¡Qué horror! ¡Podrían humillar a los que no son tan buenos! Increíble pero cierto. Con estas bobadas, y otras que venimos comentando, no es extraño que el último Informe Pisa 2006, nos sitúe (una vez más) en el pelotón de los tontos en calidad educativa. Bien es cierto que Castilla-León y La Rioja se salvan de la quema.
No sólo es injusto desconocer el mérito de los mejores estudiantes, es que en la vida real se valora el mérito. Al director de una empresa no le da igual que el trabajador sea bueno o malo. Al paciente no le da igual que el médico sea bueno o malo. Se está engañando (y perjudicando) a las jóvenes generaciones con estas idioteces. Y de paso a la sociedad entera.
Terminemos hablando, muy brevemente, de cultura y madurez. El concepto de ‘cultura’ no es pacífico, pero aquí supondremos que la cultura es una forma, histórica, de ordenar nuestra experiencia colectiva. Pero esta ordenación no sería posible sin reglas, que se refieren y afectan a nuestro comportamiento. De ahí que la cultura comprende las leyes por las que nos regimos, los valores que nos guían, las creencias que tenemos, el arte que recibimos y que hacemos, etcétera. Todos estos discursos y relatos ayudan a la cohesión social.
El proceso educativo debe ayudar a los alumnos a moverse en este mundo, su mundo, y tratar de entenderlo. Esto permite conocernos mejor a nosotros mismos. Sólo después de entender el mundo, podrá ser, sensatamente, criticado..
Finalmente, unas breves palabras sobre la madurez. ¿Qué es la madurez? Una posible respuesta es la siguiente: la capacidad de conocernos a nosotros mismos, a nuestro entorno, y asumir nuestras responsabilidades. Recordemos que el ‘niño perpetuo’ nunca tiene la culpa de nada, no es responsable de nada. Siempre encuentra un chivo expiatorio: papá, mamá, el profesor, la sociedad, el capitalismo, etcétera.
Y ahora retomo una pregunta anterior. ¿Qué debemos esperar de la educación? Yo diría que formar buenos ciudadanos. Pero sin ‘Educación para la Ciudadanía’, ese catecismo estatal, auspiciado por el gobierno socialista.
Sebastián Urbina.
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